El sol llenaba el patio con el temprano resplandor matinal, suave y dorado, que se cernía sobre la vieja granja, y los árboles proyectaban largas sombras a través de los campos donde el trigo maduraba.

Se oyó un portazo, y el granjero salió de la casa. Descorrió el pestillo de la cerca y penetró en el amplio patio. Luego, se acercó a grandes pasos a las redes que había colocado la víspera para atrapar a las grullas que se comían su trigo. Con sorpresa encontró a una cigüeña prendida en la red. Cuando lo vio llegar, el pájaro protestó ruidosamente:
– Soy inocente, buen granjero, alegó. No soy una grulla y, además, no he tocado tu cereal. Sólo vine con esas aves y ahora me veo atrapada en tu red.
– Todo eso podrá ser muy cierto, respondió con tono severo el granjero. Pero como ibas en compañía de los ladrones, tendrás que sufrir el castigo que a éstos corresponde.
Y después de estas palabras, sacó su cuchillo y degolló al pájaro.
«Dime con quién andas y te diré quién eres», fue su sabio comentario.